¿Por qué podemos decir que Rosaura a las diez es una novela del azar?
El azar es una casualidad, algo inesperado. En la
literatura (y en la vida) el azar le cambia el sentido o rumbo a las acciones y hace que cobren otro significado.
Camilo estaba tranquilo con sus mentiras, se había construido una figura de
galán a los ojos de los pensionistas. Su historia la había acabado cuando la
pobre Rosaura, inocente, acataba las
indicaciones del padre para casarse con el de la boca deformada y se despedía
de él por medio de una vieja tía.
- ¿No fue por azar que David Réguel viera en el populoso Buenos Aires a la muchacha del cuadro? Así lo cuenta Doña Milagros:
Justamente entonces el abate Pirracas, digo, David
Réguel, nos trajo la linda historia de su
encuentro con Rosaura. Pregúntesela a él. Va usted a
divertirse. Que sí, que él estaba arriba de un tranvía, y que al llegar el tranvía
a Pueyrredón y Santa Fe él la había visto a ella que estaba abajo, en la calle,
y que él la había llamado, y que ella se había dado vuelta a mirarlo, y que él
entonces había descendido del tranvía para saludarla y conversar, pero que
ella, que parecía que tenía una cita con alguien, se había ido. Un cuento de
esos que ni un niño de teta lo traga. Y lo decía nada más que para avivar el
dolor de Camilo, allí presente. Lo decía para hacerle creer que Rosaura andaba
lo más pimpante, mientras él se moría por ella.
—No sería Rosaura ―dije, sintiendo que me hervía la
sangre.
—¡Sí que era! —me contestó con insolencia.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Por el retrato. La reconocí por el retrato que
pintó Camilo. Lo felicito, che —agregó, dirigiéndose a él—. La sacó igualita.
—Vamos —dije yo—. Si todo lo que iba a contarnos es
que creyó ver a una persona que se
parecía más o menos a Rosaura...
—No se parecía más o menos a Rosaura. Era Rosaura.
—¡Hay tantas mujeres rubias y de ojos celestes!
—La llamé “¡Rosaura!”, y se dio vuelta a mirarme
- Por azar-casualidad es que María Correa llega a LA MADRILEÑA a las diez de la noche, el día que Camilo había dado por terminado el engaño de las cartas, así lo cuenta la dueña de la hospedería:
Y grité: “¡Rosaura!”, y salí corriendo del comedor
volcando la silla, tanta era mi premura, y todos los demás, excepto Camilo,
según lo supe luego, salieron atropelladamente detrás de mí, y en esa forma,
como una turba de locos, fuimos al encuentro de Rosaura. Ella seguía de pie,
inmóvil, en el vano de la puerta, y nos miraba avanzar con una expresión de miedo
y de estupor congelada en el rostro, y la tonta de la mucama, en vez de hacerla
entrar, se había quedado tiesa, con la mano todavía en el picaporte, volviendo la
cabeza alternativamente hacia ella y hacia nosotros, como si no supiese qué
hacer. Cuando llegué, la primera, hasta Rosaura, la tomé de un brazo, la
introduje en el vestíbulo, cerré rápidamente la puerta y dije, sospecho que a
los gritos, porque me sentía terriblemente emocionada: —¡Hija mía! ¡Hija mía! Y la abracé. Y la besé. Los demás también la
rodearon, la saludaron, y reían y chillaban: —¡Rosaura!
¡Rosaura! ¡Rosaura! Cuando pude hacerme oír le pregunté: —Querida. ¿Se
ha escapado de su casa? Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Estaba
tan asustada, tan pasmada de nuestro recibimiento, de nuestros gritos, de nuestra
efusividad, que no podía ni hablar.
El lector se sentirá extrañado ante ese Camilo que
actúa como tonto y saluda fríamente a la supuesta “mujer de su vida”. Además,
los pensionistas, con Milagros a la cabeza, no ponen en duda que se trata de
Rosaura. Dan por sentada la verdad de la identidad de la joven.
María, confundida al comienzo y astuta después, aprovecha la situación. Ella no
salió, precisamente de la casona de un padre dominante sino de la cárcel y
sin familia y rechazada por todos, va al
único refugio que se le aparece en la mente, la pensión en la que vivía Camilo,
un antiguo cliente. Ella lo desprecia, sin embargo está dispuesta a usarlo para
sobrevivir y huir de las malas juntas que querían que volviera a trabajar en la
calle, que le retribuyeran el favor de haberla recogido.
El me ayudaría, no me negaría alguna proteccion,
algunos pesos para irme lejos, para volverme a mi Provincia. Me conformaba con
que me dijese lo que tenía que hacer para defenderme de la banda del Turco. Me
volvio el alma al cuerpo con este solo pensamiento. Me sentí octimista. Me miré
en el espejito de la cartera, me empolvé la cara, me pinté los labios. Por
calles que me parecieron lindas, como en primavera, me fui para La Madrileña. Por
el camino pense que podia haberse mudado, pero allá me facilitarian su nueva
dirección. Pense que podia haberse casado, pero me daba lo mismo. Cuando llegue
a la puerta de la pensión dude un rato, todavía. Por fin me decidi. Hice sonar
el timbre. Una china con aspecto de mucama salió a atenderme. Le pregunté si
alli
vivia el
señor Camilo Canegato. Y en eso un mundo de gente salió Y en eso un mundo de
gente salió del interior de la casa y vino a mi encuentro, gritando, riendo y
llamándome Rosaura. Y aquí comiensa, tia, lo que deseaba contarle…
Lo que María Correa le iba a contar a la tía ya lo sabemos los
lectores. La única que entiende las
situaciones que plantea el relato es la muda empleada doméstica que robó la
carta de Rosaura (que tiene faltas de ortografía, ojo, no la copié mal) Ella,
un personaje invisible, tiene la llave de la salvación de Camilo, la verdad no
la saben ni la conversadora y conjeturadora Milagros Ramoneda, ni el discriminador David Réguel. Algo más comprende
la solitaria señorita Eufrasia Morales que vive atenta a lo que hacen los demás
no para ayudar sino para censurar y juzgar. Ella sabe que Camilo pinta sobre fotografías, que no saca por su talento el
parecido de las personas, se lo había contado una amiga: otra vez la
casualidad.
Camilo en esta historia es el único que le miente a Julián Baigorri,
dice haber pintado el retrato de Rosaura según su inspiración con las facciones
de una mujer inexistente, sin embargo los lectores sabemos que la mujer que le
planchaba las camisas, tía de María Correa, le había dado una foto de ella.